Esta semana se decidió, en las negociaciones entre el Gobierno central y el de la Comunidad de Madrid y por exigencia de esta última, una serie de medidas o criterios aplicables a todas las CCAA, con respecto a las restricciones que deben establecerse en poblaciones de más de 100.000 habitantes. Las medidas en sí pueden gustarnos más o gustarnos menos, parecernos razonables o no; pero lo que no es razonable es que una Comunidad autónoma tenga capacidad para imponer decisiones sobre todas las demás. Más aún cuando está incumpliendo sus obligaciones.
Podría ser anecdótico, pero ya es norma. Vivimos el bombardeo mediático constante sobre los pormenores de la política madrileña, que nos habla incluso de calles y barrios como si todas y todos viviéramos allí. Noticias que no trascenderían en cualquier otra Comunidad Autónoma, abren telediarios si se trata de Madrid. La inmensa mayoría de los medios están allí, los mayores centros de decisión política también, y la inmensidad de la urbe parece impedir a muchos distinguir entre la ciudad y el Estado.
No es solo algo simbólico. El centralismo es la ruina económica y social de todo lo que no es el centro. Promoverlo y aceptarlo nos condena al abandono y a la dependencia del turismo masivo. Cantabria no debe caer en el juego de admitir como lógica la consideración de nuestra tierra como un lugar irrelevante y secundario.
Pero el imaginario del centralismo va más allá del plano puramente administrativo. Invade nuestra política hasta el punto de dirigir los esfuerzos constantemente a atraer más turismo, a agradar al turista, a generar nuestras instalaciones para su entretenimiento. Pero esta Cantabria obsesionada por seducir al visitante es cada vez más hostil con quien la habita.
El problema, como casi siempre, es el modelo. Por una parte, el modelo de las megaurbes capaces de atraer toda la fuerza de trabajo y la población de un entorno de cientos de kilómetros, pero de las que todo el mundo quiere escapar en cuanto tiene ocasión. Un modelo de vida ambientalmente insostenible y sufrido por gran parte de su población.
Y, por otra parte, el modelo de lugares como Cantabria, que por culpa de sus gobernantes no tiene más aspiración que intentar sacar algo de todo eso. Tratar de meter durante dos meses al año, a presión, a 3 millones de personas o más en un territorio con 582.796 habitantes.
Precisamente en cambiar ese modelo está uno de los grandes retos de futuro que tiene Cantabria ante sí. Elegir entre el centralismo, que nos condena a competir por ser el mejor resort vacacional de la periferia, o entre el autogobierno y la capacidad de desarrollar un modelo económico de futuro para Cantabria que nos permita vivir y trabajar aquí.