Esta semana, entre habitantes y visitantes, había cerca de 1,5 millones de personas en Cantabria, según declaraciones del Consejero de Sanidad. Bastante más del doble de la población de nuestra Comunidad. Un dato ilustrativo de este verano que pronto dejaremos atrás.
Cabe preguntarse, entonces, qué sentido tiene invertir recursos públicos en atraer aún más turistas. Por una parte, en la medida en que entra en juego un concepto extendido en economía, denominado “coste de oportunidad”, que se refiere al coste que se asume por tomar una determinada decisión, en detrimento de las alternativas posibles. Lo que se invierte en intervenir un faro para aumentar su “atractivo turístico” podría, por ejemplo, destinarse a actuaciones que ayudaran a fortalecer el tejido cultural de Cantabria o a la preservación del patrimonio material e inmaterial.
Pero el coste económico no es la única y ni siquiera debería ser la principal razón para poner en cuestión la inversión en hacer cada vez más masiva la llegada de visitantes a Cantabria.
La cuestión es qué clase de Cantabria queremos. Porque el argumento de “cuanto más, mejor”, no es infinito, choca con la realidad de nuestros pueblos y ciudades masificadas y trae consigo un modelo generalizado de empleo temporal y precario. Pan para hoy. A largo plazo, una dependencia preocupante de un sector inestable por naturaleza y la tendencia institucional a dar por bueno y suficiente un impulso económico que se agota cuando llega el otoño.
El problema es el modelo social y económico que hay detrás de pretender que Cantabria sea eso y poco más. Canalizar todos los esfuerzos a aumentar el atractivo turístico de una tierra – atractiva de por sí, por cierto – que necesita ese impulso en áreas descuidadas por completo.
Falta una estrategia industrial a largo plazo, falta garantizar inversión sostenida en I+D+i, falta apostar de verdad por la mejora del sistema educativo, falta fortalecer los servicios públicos, falta combatir la desigualdad. Nos faltan cosas que van a ser imprescindibles en el futuro próximo y que han quedado sepultadas tras grandes anuncios y colores vistosos.
Cantabria no necesita adornos para ser atractiva. Necesita mucho más conservar lo que tiene y lo que es. También mejorar y aspirar a avanzar como sociedad. Quienes tenemos la suerte de habitarla, y quienes han tenido que dejarla atrás, sabemos del valor incalculable de sus rincones y sus paisajes, de sus pueblos, de sus valles, de nuestra cultura.
Precisamente conocer lo que nos rodea y valorarlo, nos debe ayudar a tomar conciencia y exigir que los poderes públicos respeten y actúen con responsabilidad con lo que es de todas y todos. Es posible otro modelo económico y otro modelo turístico que nos permitan compartir lo que tenemos y, al mismo tiempo, mantenerlo vivo para las generaciones futuras. Debemos exigir y hacer posible un modelo económico y turístico compatible con la vida en Cantabria, el empleo digno, los servicios públicos, la cultura y el medio ambiente. No podemos aspirar a menos.